martes, 27 de noviembre de 2012

Es no querer saber.

Mientras intento recoger algunas de esas palabras que, en la inmensidad y en la levedad de los días, me acompañan, me invaden, me llenan y me tocan, comparto en este espacio, un poco deshabitado pero no olvidado, las palabras de otros; palabras que me brindan la necesidad de leerlas, acogerlas y no dejarlas escapar jamás.

A quienes nos hemos preguntado por ella, a quienes pensamos haberla sentido, a quienes aún no la conocen, a Miguel Falabella, quien se atrevió a (d)escribirla...con ustedes, la Saudade:

***

"Agarrarse el dedo con una puerta duele. Golpearse la cara contra el piso, duele. Torcerse el tobillo, duele. Una bofetada, una trompada, un puntapié, duelen.
Duele golpearse la cabeza con el borde de la mesa, duele morderse la lengua, una caries y piedras en los riñones también duelen. Pero lo que mas duele es la saudade.
Saudade de un hermano que vive lejos. Saudade de una cascada de la infancia.Saudade del gusto de una fruta que no se encuentra más. Saudade del papá que murió, del amigo imaginario que nunca existió…
Saudade de una ciudad. Saudade de nosotros mismos, cuando vemos que el tiempo no nos perdona. Duelen todas estas saudades. Pero la saudade que más duele es la saudade de quien se ama.
Saudade de la piel, del olor, de los besos. Saudade de la presencia, y hasta de la ausencia consentida.  Tu podías quedarte en la sala, y ella en el cuarto, sin verse, pero sabiéndose ahí. Tu podías ir para el dentista y ella para la facultad, pero se sabían allí. Tu podías pasar el día sin verla, ella el día sin verte, pero sabían del día de mañana. Pero cuando el amor de uno acaba, o se torna menor, al otro le sobra una saudade que nadie sabe cómo detener.
Saudade es básicamente no saber. No saber más si ella continúa sufriendo en ambientes fríos. No saber si él continúa sin afeitarse por causa de aquella alergia. No saber si ella todavía usa aquella mini. No saber si él fue a la consulta con el dermatólogo como prometió. No saber si ella se alimentó bien últimamente por causa de esa manía de estar siempre ocupada. Si él estuvo yendo a las clases de inglés, si aprendió a entrar en la Internet y encontrar la página del Diario Oficial. Si ella aprendió a estacionar entre dos coches. Si él continúa prefiriendo la cerveza oscura. Si ella continúa prefiriendo jugo de naranja. Si él continua sonriendo con aquellos ojitos apretados…Si ella sigue bailando de aquella forma enloquecedora…Si él continua cantando tan bien. Si ella continua detestando Mc Donald’s. Si él continua amando. Si ella sigue llorando hasta en las comidas.
Foto: Jenny Giraldo García
Saudade realmente es no saber. No saber que hacer con los días que son más largos, no saber cómo encontrar tareas que detengan el pensamiento, no saber cómo frenar las lágrimas al escuchar esa música, no saber cómo vencer el dolor de un silencio… Saudade es no querer saber si ella está con otro y, al mismo tiempo, querer. Es no saber si él está feliz y, al mismo tiempo, preguntar a todos los amigos por eso… Es no querer saber si él está más flaco, si ella está mas linda. 
Saudade es nunca más saber de quien se ama, y mismo así doler.
Saudade es esto que sentí mientras estaba escribiendo y lo que tu, probablemente, estés sintiendo ahora después de leer…’En alguna otra vida, debemos haber hecho algo muy grave para sentir tanta saudade…’"
Miguel Falabella

domingo, 29 de julio de 2012

El aula como un espacio de ausencias



Hablar para ser escuchado no es algo que muchos desconocidos hagan: por lo general hablan para afirmarse, para conseguir adeptos, para entronizarse, para despotricar, para marcar territorio. Dicen cosas para otros que escuchan, pero cuya presencia es inexistente. Así, un cuerpo no le habla a otro cuerpo, sino a una silueta. […] Un hombre habla, otro escucha: eso no es suficiente.
Carlos Skliar.

De acuerdo con las múltiples lecturas que es posible realizar desde el contacto con la escuela, con la educación y con las aulas, me he detenido a pensar en algo que, de un tiempo hacia acá, vengo sintiendo alrededor de ello, y es el aula como un espacio de ausencias; tanto corporales como espirituales, donde, pese a que existan muchos cuerpos en cada una de las sillas que conforman el aula, hay ausencia de voces, de escucha, de diálogos, de almas…ausencias en aquellos “cuerpos presentes”. Y es sobre esta segunda expresión sobre la cual quisiera detenerme en las siguientes páginas donde pretendo acercarme a una clase universitaria en clave de comunicación pedagógica, es decir, de aquellas interacciones y aquellos encuentros, espacios y momentos que se desprenden de dicha clase, un curso de psicolingüística para ser más precisa y en el cual he logrado sentir esta mencionada sensación.

Comencemos con algo básico pero, en mi opinión, determinante: el salón. Este curso, perteneciente al plan de estudios de la Licenciatura en Humanidades, Lengua Castellana de la Universidad de Antioquia es dictado, literalmente dictado, los días lunes y miércoles en las horas de la noche en el aula 9-316, sí, la misma que en otros días se ve revestida de palabras, de imágenes, de cuerpos y, tal vez, de presencias. Allí, y en compañía de un proyector de filminas, es donde el “maestro” se dispone a hablarnos sobre la afasia de Broca, de Wernicke, de la plasticidad cerebral, de las apraxias, la afonía, la disartria, la dislalia, la disfemia, la dislexia…es decir, del múltiple manejo de sus conceptos y de sus conocimientos.  

Y entre ellos, el profesor titular VI llega al aula con el ánimo de explicarnos de qué forma el hombre adquiere el lenguaje, no la lengua, el lenguaje, dejando claro, clase tras clase, que es el cerebro el principal protagonista de este proceso y como segunda instancia aparecen los otros, la sociedad y la cultura como aspectos que aportan al mismo.

Es imposible, entonces, no entrar en debate con estas ideas tan discutibles y refutables cuando se trata, precisamente, del lenguaje, un tema tan diverso y, a veces, tan inexplicable. Pero no será éste el espacio para hacerlo, y el curso de psicolingüística, tampoco.

Además del proyector de filminas, hay otro elemento sin el cual no sería posible dirigir el curso: el libro. Éste consta de unas quinientas o seiscientas páginas, donde son recogidos los treinta y cuatro documentos por abordar a lo largo del semestre académico. Estos tienen un dueño desde el comienzo de la clase, un dueño que, para este caso, son los catorce alumnos matriculados. Así, además de las intervenciones del maestro, hay algunas clases en las cuales somos nosotros quienes tenemos la palabra, pero no la nuestra, la palabra de unos cuantos autores quienes, como el profesor, consideran que es desde el cerebro donde se regulan todas y cada una de las acciones del hombre, ya no sólo en relación con la lengua, sino en relación consigo mismo y con su entorno.

Así, entonces, van pasando las clases de psicolingüística: intervenciones por parte del maestro, su conocimiento, su cerebro y sus diapositivas, en frente de un grupo de estudiantes para quienes, en algún momento, fue más importante la visita de una mosca que esa extraña presencia-ausencia del maestro que aquí se menciona. Su cuerpo, en frente nuestro, sólo me permite observar a un hombre que tiene saberes y más saberes en su cabeza, un monólogo de conocimientos en donde los saludos, las miradas, las preguntas y los errores no tienen cabida.

Y aunque exista una parte de la clase en la cual el maestro relegue la palabra al estudiante, como bien lo enuncio líneas arriba, no deja de ser esto un cuestionable momento dentro del curso, pues cada uno se encarga de leer el texto correspondido, lo cuenta a los demás compañeros y, cuando finaliza, el profesor titular continúa con su clase y sus filminas, como él mismo las llama.

¿Por qué decir, entonces, que éste es uno de esos espacios escolares habitado por ausencias? Porque, sin duda alguna, existe un gran distanciamiento entre el maestro y los estudiantes, porque el maestro está allí, al lado del tablero, a veces de espalda, otras veces con su mirada puesta en el piso y, algunas escasas veces, con su mirada en frente nuestro. Porque mientras el maestro discute y dialoga con él mismo y con su saber, nosotros, los estudiantes, nos disponemos a otro tipo de encuentros que no están, precisamente, en el ámbito psicolingüístico: conversaciones con los infaltables black berrys, cuadernos que, en lugar de apuntes, tienen flores, rostros y tribales, risas y sonrisas que se convierten en una suerte de complicidad. ¿Hay allí alguna interacción? Sí que la hay: la del maestro consigo mismo y la que hay entre nosotros donde, con sólo mirarnos, nos damos cuenta de que éste no es el mejor lugar en el cual hemos estado o el lugar en que queremos estar. Pero…¿hay interacción con un saber, con un tema o con un asunto que nos movilice, que nos cuestione y que nos haga sentir vivos como los maestros que somos o que, quizá, seremos?

Es un espacio de ausencias porque estar allí, de cuerpo presente, no significa, exactamente, estar con los sentidos, con el deseo y con el gusto. La mayoría del tiempo el aula está invadida por silencios que dan a entender que no estamos en conexión con la clase ni con sus dinámicas y que, como lo expresa el profesor Carlos Skliar, en esta clase “un cuerpo no le habla a otro cuerpo sino a una silueta” porque el cuerpo, tal vez con su cerebro como compañía, esté en otras búsquedas y en otros momentos. Y aunque sobre el tema de psicolingüística haya mucho que decir, haya mucho por contar, por saber y, quizá, por aprender, y siguiendo con la frase que gratamente encabeza este texto, el hecho de que un hombre hable y otro escuche, no es suficiente; no es suficiente para crear, para discutir, para debatir y, mucho menos, para interactuar.

***
Aprovechar el curso de psicolingüística como un ejemplo para la interacción pedagógica es un vivo retrato de lo que me pasa durante este encuentro académico, en el cual tengo mi mente (a propósito de mente, a propósito de cerebro) y mi cuerpo dispuestos en otro lugar o, mejor, presentes en otro espacio. Mi silueta está allí, lo sé, pero yo, con todos mis sentidos, estoy preguntándome por cada detalle sucedido en la clase, estoy pensando en la importancia de cada uno de los conceptos clínicos y biológicos de los cuales el maestro habla, sabe y conoce. Estoy mirando al maestro y preguntándome qué es lo que lo apasiona, qué es lo que verdaderamente quisiera enseñar. Observo a mis compañeros y sus rostros inexpresivos (como el mío) cuando tienen su vista en frente del profesor y me pregunto ¿qué estamos haciendo allí? ¿Estaremos tratando de retener cada concepto impartido por el docente con el ánimo de no perder el examen final? ¿Qué es lo que, realmente, está pasando en este curso, en este espacio de silencios y de ausencias?

Puede que a nivel de conocimiento y de saber sea muy poco lo que, hasta ahora, se haya visto atravesado por mi cuerpo, puede que al final no logre encontrar la fórmula exacta para detectar en la escuela a un niño con problemas en su aprendizaje al hablar, pero me queda toda una lectura alrededor de ciertas dinámicas universitarias que, desde lo que vivo y lo que siento, se convierten en una amalgama de sinsentidos y en donde la única experiencia que me puede atravesar es la que plasmo en estas palabras, palabras llenas de desencanto e incertidumbre.