miércoles, 1 de diciembre de 2010

Diez miradas, diez voces


Diez rostros, alegres y tristes, fueron los que me dieron la bienvenida al recorrido por La Sierra, barrio de la comuna 8 de Medellín, ligado a una fuerte historia de violencia ilustrada, en su mayoría, por un falso documental, que hace que las personas se asombren o sientan miedo cuando escuchan el nombre del barrio.

La Sierra no deja de ser un barrio diferente a muchos que conforman la ciudad: casas pequeñas con techos y pisos de madera ajada por los años, calles agrietadas adornadas de basura, malos olores de cañadas taponadas, perros callejeros buscando refugio, paredes rayadas expresando una verdad, una cancha de fútbol, un colegio público, un colegio privado, una pequeña biblioteca, una iglesia, una casa cural, una acción comunal y un Punto Común, este último forma parte de la transformación social que ha venido teniendo La Sierra en los últimos años, al lado del transporte público, la vía principal para llegar hasta el barrio y los proyectos de intervención víal en los que la Alcaldía ha incluido a esta zona de la ciudad.

Sin embargo, durante mi visita, percibí algo diferente, algo único, de sus habitantes y sólo de ellos: ese carácter y ese orgullo que los caracteriza por pertenecer a su barrio, lo quieren, lo cuidan y no se dejan afectar por esa fama que el comercio le creó.

Millones y millones de escalas, aceras estrechas. Me sentía en un laberinto, un laberinto mágico del cual no quería salir, pues estaba sumergida entre las miradas de la gente que, en ningún momento, fueron de desagrado como alguna vez me lo hicieron saber, estaba sumergida entre las fachadas de las casas, unas llenas de color, de flores, de baldosines y ropa en las aceras que adornaban la lúgubre monotonía de las escaleras; otras abandonadas, con fisuras en cada parte de la vieja madera que la conformaban, sin un rastro de color, sin un rastro de alegría.

Recuerdo bien que una de las expectativas que tenía al subir a La Sierra, era la de encontrarme con un barrio feliz y así lo noté: un barrio feliz pero a la vez triste por el hecho de que muchos de sus habitantes se encuentran encerrados en su propio entorno y pasar a otro barrio significa generar conflictos, generar la guerra. Sin embargo, entre libros, lecturas, juegos, bailes y música, viven algunos habitantes del barrio y eso refleja, de algún modo, la felicidad con que quería encontrarme.



Además de estas actividades que transforman los días de La Sierra, están esos otros rostros que se mezclan entre la felicidad y la tristeza: son los jóvenes del grupo musical La Dinastía, un grupo de muchachos quienes a través de la música le otorgan otro sentido al barrio. Cantan para acabar con la guerra, ese es su mayor propósito y aunque no acaben la guerra mundial o del país, acaban con la guerra entre los vecinos, acaban con la guerra entre ellos mismos.

Diez miradas, diez voces, diez percepciones que se unifican para dar un último grito: “la guerra va a parar”, y éste no permite que el miedo, la angustia o el odio permeen por las aceras y escalas laberínticas del barrio, pues ellos, antes que nada, son la voz de la esperanza y de las ganas de un futuro, no mejor ni peor porque eso no se sabe, sino simplemente un futuro, así como su presente que, ni bueno ni malo, es un presente que se va entre la música, el estudio, el ‘parche’, en donde se reúnen a cantar, y las calles de la mitificada Sierra.



Gracias a Chaka, Papo, Sasy, Notty, Meka, Doncel y Rs, por mostrarme su barrio, su Sierra

jueves, 8 de julio de 2010

UN ANGELITO EN EL PANTANO




Si dejas obra,
muere tranquilo,
confiando en unos pocos
buenos amigos.
A.C.


Unos pocos buenos amigos es una frase que me recuerda, sin lugar a dudas, a Andrés Caicedo, sin embargo no conocía la historia exacta de la frase y no lograba evocar en donde la había leído, simplemente sabía que algo tenía que ver con ese enigmático, “loco”, sabio y alucinante personaje. Supe, entonces, después de indagar un poco, que “Unos pocos buenos amigos” es el título que lleva el documental realizado por Luis Ospina , sobre Caicedo y aquellas relevantes cosas que fueron parte de su vida y de su destinito fatal: Angelita y Miguel Ángel, la cinesífilis, Cali(calabozo), el actor Jerry Lewis, el atravesado, H.P. Lovecraft, etc.

Unos pocos buenos amigos eran los que tenía Caicedo y uno de ellos quiso rendirle un homenaje para lograr (también con sus textos) la inmortalidad de alguien que quiso vivir en otro mundo y que a los veinticinco años pensó que en su vida todo estaba consumado, que su paso por este mundo, por ese Cali que le tocó vivir, ya había finalizado. Y antes de su suicidio logró dejarle a Cali su primer cineclub y su primera revista de cine: Ojo al cine, pues Andrés fue CINÉFILO ante todo.

Les confieso que la idea de este texto no era, precisamente, hablar de Caicedo, pero lo que tenía en mente no dio resultado, entonces decidí prolongar estas líneas y regalarme un tiempo para pensar y escribir sobre ese hombre que, estoy segura, me hubiera gustado conocer. A veces siento que no puedo frenar cuando comienzo a indagar sobre su vida y su obra, cuando comienzo a pensar en la Cali de los años 60s, en esa que
“espera, pero que no le abre las puertas a los desesperados”, en ese tránsito entre la salsa y el rock, entre las pepas y la marihuana, entre la amistad y el sexo, entre el norte y el sur y entre lo bueno y lo malo.

Comencé (desesperadamente) a buscar el documental, quería verlo y encontrarme por un rato con el despeinado de lentes gruesos. Hoy, días después de haber visto el mencionado documental y de haber comprendido aún más la frase Unos pocos buenos amigos, son varias cosas las que me quedan por decir de Andrés Caicedo, por ejemplo, que lo seguiré leyendo y no me importará la edad, porque sus obras no son sólo historias para jovencitos, sus historias están ahogadas en un mar de sufrimiento y de desolación que todos, en algún momento, siempre sentimos. Si bien su vida fue corta, fue intensa y vivió entre las tablas del teatro, entre las cámaras de vídeo, entre las letras, entre la música, entre el cine, entre la gente, entre el humo. Vivió tal vez más de lo que he vivido yo que, en pocos años llegaré a los veinticinco, vivió mucho más que los que hasta ahora tienen más de veinticinco. Sus pocos buenos amigos, entre ellos el documentalista Carlos Mayolo y el cineasta Luis Ospina, recuerdan a Andrés con aprecio, resaltan sus cualidades al igual que sus defectos y recuerdan, además, todos esos espacios que, en muchas ocasiones, llenaron ese profundo vacío que Andrés sentía: el colegio San Juan Berchmans, el teatro San Fernando, el Teatro Experimental de Cali, entre otros.

Caicedo murió a los veinticinco años, pero murió siendo grande. Sus pocos buenos amigos dicen que se suicidó porque era un joven solitario, oscuro, porque en él habitaba el terror, el miedo y el odio por una ciudad que era como un calabozo, dicen también que sus obras fueron un refugio para su soledad.

Hay mucha gente en Cali(calabozo) que no conoce a Andrés Caicedo, hasta piensan que fue un guerrillero, éstos, sin duda, no pertenecieron al grupo de sus pocos buenos amigos, pero yo agradezco a mi hermana y al teatro Matacandelas por haberme presentado a este particular personaje y agradezco a Andrés por haberme mostrado rastros de su vida en sus noches sin fortuna y por hacerme notar, en algunos momentos, que yo también estoy empantanada.

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Gracias a JACCO por el documental
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Las imagenes fueron tomadas de:
http://lnk.ly/c5zp
http://lnk.ly/ypn5

martes, 6 de abril de 2010

La historia de una par de cabañas

Hace algún tiempo mi hermana ya había escrito sobre esto, pero es imposible no volver a esa historia, y a esos lugares tan peculiares, tan familiares, tan de nosotros. Es imposible no hablar de esas cabañitas que, durante mucho tiempo, no nos desampararon.

Primero fue en Caldas, allí fue La Cabañita, con ella empezamos en este nuevo lugar y en ese cambio que estábamos sintiendo y viviendo. Mi papá la levantó, le puso pies y la echó a andar. Se convirtió en un lugar de encuentro donde los señores se reúnen a tomar unos tragos, los niños a comprar algún dulce, los muchachos a fumarse un cigarrillo y las señoras, simplemente, a ver pasar la gente.

Una mesa rimax, y sus respectivas sillas, daban el saludo en La Cabañita, más adelante una vitrina con dulces y mecatos y una rejilla con revuelto y frutas adornaban las paredes del lugar y para adentro, detrás del mostrador, donde estaban los infaltables cigarrillos y aguardiente, se encontraba el dueño del negocio, Don Samuel, mi papá, junto a su siempre amigo, San José. Allí, lo indispensable para una cocina: arroz, sal y azúcar (y también maíz, fríjoles, harina, etc.), un pequeño televisor y una estufa de un sólo puesto para calentar la arepa con mantequilla que mi papá se comía al desayuno.

Por la 49, calle donde quedaba La cabañita, pasaban las historias más particulares de Caldas, pasaban, por ejemplo, Mazo y Roña: los indigentes de siempre. Mazo era un poco loco, le gritaba a la policía y arrastraba por doquier un tarro vacío. Cuando lo escuchábamos sabíamos de inmediato que ya llegaba Mazo, tomaba alcohol antiséptico con frutiño y esto lo mantenía vivo, con alientos para gritar, despertarnos y hacernos reír un poco. No sé si aún beba esa dañina poción, pero lo que sí sé es que este autentico personaje aún sigue vivo y “hasta bien vestido” como dijo mi mamá cuando hace pocos días lo vio.

Por otro lado Roña. Según cuenta la historia, es un médico que pertenece a una familia de alta alcurnia pero a Roña no le gustaba este tipo de vida y cuando iban por él a la calle, éste no tardaba en volver a ellas para vivir, dormir y comer. Recuerdo, entre otras cosas, el día en que trató de robarse un plátano de La Cabañita, mi papá salió a regañarlo y a decirle que las cosas no se robaban y cuando vio lo que Roña había cogido, se dio cuenta de que tan sólo era un pequeño plátano que no había comenzado a madurar, esto sin duda, llenó a mi papá de tristeza. A diferencia de Mazo, Roña era callado, sereno y tranquilo.

Éstas son sólo algunas de las historias que pasaban por La Cabañita, sin contar por ejemplo a la señora de la carita quemada, al señor que no tenía nariz y se ponía una de plástico o algo tan simple como el alcalde a las siete de la mañana con cara de amanecido, un tanto despeinado y escoltado por un par de policías, él iba, seguramente, a comenzar su “extenuante” jornada laboral.

La Cabañita era para mí el mejor lugar de Caldas, allí pasaba la mayor parte de mi tiempo, antes y después del colegio y los fines de semana. Yo, así como las señoras, me sentaba a mirar pasar la gente, veía a mis profesores, a mis compañeros y amigos, todos sonreían, la pasaban bien y yo pensaba lo bien que se vivía en Caldas, la 49 parecía un río de felicidad y aunque al día siguiente pasara por esa misma calle un desfile fúnebre, al anochecer todo el mundo salía, comía, tomaba, bailaba, mientras que a mí me acompañaban mi papá, mi mamá y La Cabañita.


***

Tiempo después, cuando el destino decidió que nuestra estadía en Caldas se había terminado, fuimos, o más bien fueron mis papás, en busca de La Otra Cabañita, en busca de ese refugio que nos ayudara a vivir, que nos permitiera vivir y así fue; gracias a La otra Cabañita podíamos comer, salir, comprar ropa, ella nos permitió disfrutar muchas cosas valiosas, y nuestra casa nueva es muestra de ello.

A diferencia de La Cabañita, esta última daba la bienvenida a sus clientes con una vitrina repleta de dulces, desde los chicles a 50 pesos hasta los deliciosos e irremplazables nuggets de Milo (son, sin duda, mis favoritos) a 1500 pesos. Desde ahí lograba verse algo de parva y otras cosas como mermeladas, salsas, cereales y otros.

La Otra Cabañita era larga y angosta, tenía tres refrigeradores más la nevera de la casa, sumarían cuatro, contaba también con varias estanterías en donde descansaba gran parte del surtido de la tienda. Así comenzó, sin embargo con el paso del tiempo La Otra Cabañita exigió un espacio más grande, más cómodo, fue en ese momento en el que nos quedamos sin sala, pues en ella se instaló lo que fue la papelería del negocio, de nuestra sala sólo quedó el televisor, un viejo armatoste (a control remoto) que funcionaba con un par de golpecitos, con él mi papá pasaba las mañanas, las tardes y las noches. Un poco de Televida, de RCN, de Caracol y de lastimeras corridas de toros era lo que pasaba por el televisor. Éste aún sigue con vida y sigue siendo parte de La Otra Cabañita.

***

Ninguna de las dos ha muerto, ambas han sido vendidas y siguen perteneciendo a los lugares donde nacieron, la primera en Caldas en la calle 49 y la otra en la que fue mi casa, la de Bello como aún le llamamos. Ya no nos acompañan, en nuestra casa nueva ya no hay tienda, pues así fue como mi mamá siempre lo quiso: una casa grande y sin tienda. Sin embargo ella extraña a las cabañitas y no pudo contener la tristeza cuando La Otra Cabañita fue entregada a sus nuevos dueños. Ya no contamos con ellas pero contamos sí con un grato recuerdo, pues así como nos sacaron de una fuerte crisis cuando todos estábamos confundidos y en medio de la incertidumbre, nos regalaron también miles de alegrías y de buenos momentos, sobretodo a mi papá quien además de atender, conseguía amigos, los niños lo querían y lo buscaban y las señoras del barrio acudían a él a la hora de rezar un rosario o de dar la donación semanal para la parroquia de Santa Marta.

martes, 9 de marzo de 2010

Una pizca de erotismo

En proceso de actualización

Mientras tanto comparto este poema de la escritora y poeta nicaraguense Gioconda Belli:


Sencillos deseos

Hoy quisiera tus dedos
escribiéndome historias en el pelo,
y quisiera besos en la espalda,
acurrucos, que me dijeras
las más grandes verdades
o las más grandes mentiras,
que me dijeras por ejemplo
que soy la mujer más linda,
que me querés mucho,
cosas así, tan sencillas, tan repetidas,
que me delinearas el rostro
y me quedaras viendo a los ojos
como si tu vida entera
dependiera de que los míos sonrieran
alborotando todas las gaviotas en la espuma.
Cosas quiero como que andes mi cuerpo
camino arbolado y oloroso,
que seas la primera lluvia del invierno
dejándote caer despacio
y luego en aguacero.
Cosas quiero, como una gran ola de ternura
deshaciéndome un ruido de caracol,
un cardumen de peces en la boca,
algo de eso frágil y desnudo,
como una flor a punto de entregarse
a la primera luz de la mañana,
o simplemente una semilla, un árbol,
un poco de hierba.

Gioconda Belli(Nicaragua)

Más de sus poemas en http://amediavoz.com/belli.htm

La imagen fue tomada de http://www.elcastellano.org/belli.jpg