martes, 6 de abril de 2010

La historia de una par de cabañas

Hace algún tiempo mi hermana ya había escrito sobre esto, pero es imposible no volver a esa historia, y a esos lugares tan peculiares, tan familiares, tan de nosotros. Es imposible no hablar de esas cabañitas que, durante mucho tiempo, no nos desampararon.

Primero fue en Caldas, allí fue La Cabañita, con ella empezamos en este nuevo lugar y en ese cambio que estábamos sintiendo y viviendo. Mi papá la levantó, le puso pies y la echó a andar. Se convirtió en un lugar de encuentro donde los señores se reúnen a tomar unos tragos, los niños a comprar algún dulce, los muchachos a fumarse un cigarrillo y las señoras, simplemente, a ver pasar la gente.

Una mesa rimax, y sus respectivas sillas, daban el saludo en La Cabañita, más adelante una vitrina con dulces y mecatos y una rejilla con revuelto y frutas adornaban las paredes del lugar y para adentro, detrás del mostrador, donde estaban los infaltables cigarrillos y aguardiente, se encontraba el dueño del negocio, Don Samuel, mi papá, junto a su siempre amigo, San José. Allí, lo indispensable para una cocina: arroz, sal y azúcar (y también maíz, fríjoles, harina, etc.), un pequeño televisor y una estufa de un sólo puesto para calentar la arepa con mantequilla que mi papá se comía al desayuno.

Por la 49, calle donde quedaba La cabañita, pasaban las historias más particulares de Caldas, pasaban, por ejemplo, Mazo y Roña: los indigentes de siempre. Mazo era un poco loco, le gritaba a la policía y arrastraba por doquier un tarro vacío. Cuando lo escuchábamos sabíamos de inmediato que ya llegaba Mazo, tomaba alcohol antiséptico con frutiño y esto lo mantenía vivo, con alientos para gritar, despertarnos y hacernos reír un poco. No sé si aún beba esa dañina poción, pero lo que sí sé es que este autentico personaje aún sigue vivo y “hasta bien vestido” como dijo mi mamá cuando hace pocos días lo vio.

Por otro lado Roña. Según cuenta la historia, es un médico que pertenece a una familia de alta alcurnia pero a Roña no le gustaba este tipo de vida y cuando iban por él a la calle, éste no tardaba en volver a ellas para vivir, dormir y comer. Recuerdo, entre otras cosas, el día en que trató de robarse un plátano de La Cabañita, mi papá salió a regañarlo y a decirle que las cosas no se robaban y cuando vio lo que Roña había cogido, se dio cuenta de que tan sólo era un pequeño plátano que no había comenzado a madurar, esto sin duda, llenó a mi papá de tristeza. A diferencia de Mazo, Roña era callado, sereno y tranquilo.

Éstas son sólo algunas de las historias que pasaban por La Cabañita, sin contar por ejemplo a la señora de la carita quemada, al señor que no tenía nariz y se ponía una de plástico o algo tan simple como el alcalde a las siete de la mañana con cara de amanecido, un tanto despeinado y escoltado por un par de policías, él iba, seguramente, a comenzar su “extenuante” jornada laboral.

La Cabañita era para mí el mejor lugar de Caldas, allí pasaba la mayor parte de mi tiempo, antes y después del colegio y los fines de semana. Yo, así como las señoras, me sentaba a mirar pasar la gente, veía a mis profesores, a mis compañeros y amigos, todos sonreían, la pasaban bien y yo pensaba lo bien que se vivía en Caldas, la 49 parecía un río de felicidad y aunque al día siguiente pasara por esa misma calle un desfile fúnebre, al anochecer todo el mundo salía, comía, tomaba, bailaba, mientras que a mí me acompañaban mi papá, mi mamá y La Cabañita.


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Tiempo después, cuando el destino decidió que nuestra estadía en Caldas se había terminado, fuimos, o más bien fueron mis papás, en busca de La Otra Cabañita, en busca de ese refugio que nos ayudara a vivir, que nos permitiera vivir y así fue; gracias a La otra Cabañita podíamos comer, salir, comprar ropa, ella nos permitió disfrutar muchas cosas valiosas, y nuestra casa nueva es muestra de ello.

A diferencia de La Cabañita, esta última daba la bienvenida a sus clientes con una vitrina repleta de dulces, desde los chicles a 50 pesos hasta los deliciosos e irremplazables nuggets de Milo (son, sin duda, mis favoritos) a 1500 pesos. Desde ahí lograba verse algo de parva y otras cosas como mermeladas, salsas, cereales y otros.

La Otra Cabañita era larga y angosta, tenía tres refrigeradores más la nevera de la casa, sumarían cuatro, contaba también con varias estanterías en donde descansaba gran parte del surtido de la tienda. Así comenzó, sin embargo con el paso del tiempo La Otra Cabañita exigió un espacio más grande, más cómodo, fue en ese momento en el que nos quedamos sin sala, pues en ella se instaló lo que fue la papelería del negocio, de nuestra sala sólo quedó el televisor, un viejo armatoste (a control remoto) que funcionaba con un par de golpecitos, con él mi papá pasaba las mañanas, las tardes y las noches. Un poco de Televida, de RCN, de Caracol y de lastimeras corridas de toros era lo que pasaba por el televisor. Éste aún sigue con vida y sigue siendo parte de La Otra Cabañita.

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Ninguna de las dos ha muerto, ambas han sido vendidas y siguen perteneciendo a los lugares donde nacieron, la primera en Caldas en la calle 49 y la otra en la que fue mi casa, la de Bello como aún le llamamos. Ya no nos acompañan, en nuestra casa nueva ya no hay tienda, pues así fue como mi mamá siempre lo quiso: una casa grande y sin tienda. Sin embargo ella extraña a las cabañitas y no pudo contener la tristeza cuando La Otra Cabañita fue entregada a sus nuevos dueños. Ya no contamos con ellas pero contamos sí con un grato recuerdo, pues así como nos sacaron de una fuerte crisis cuando todos estábamos confundidos y en medio de la incertidumbre, nos regalaron también miles de alegrías y de buenos momentos, sobretodo a mi papá quien además de atender, conseguía amigos, los niños lo querían y lo buscaban y las señoras del barrio acudían a él a la hora de rezar un rosario o de dar la donación semanal para la parroquia de Santa Marta.